martes, 27 de septiembre de 2016

(5) La bella Santorini

Es una isla un tanto mágica, con renombre, y estando a 200 kilómetros no nos resistimos a visitarla. Elegimos pasar allí una noche para conocerla mejor, desechando la opción de la habitual excursión de un día desde Heraklion.

Aunque es una complicación mayor ya que obliga a buscar donde dormir y alquilar coche, es muy recomendable porque se aprovecha todo mucho más el viaje y vas a tu aire no embutido en un autobús en plan manada.

Para ir a Santorini madrugamos (6 a.m.) ya que el ferry salía a las 9 pero antes tuvimos que desayunar y recoger la habitación. Al día siguiente estaba previsto volver al mismo hotel de Heraklion, también para una noche, pero no era cosa de pagar la misma noche alojamiento en la capital de Creta y en Santorini. 
El viaje es cómodo en un enorme y veloz catamarán que tardó poco más de dos horas que se pasaron en un pisplás.
La imagen de Santorini repetida en infinidad de reportajes se confirma. Una isla volcánica con pueblos de cuento, de casas blancas con marcos y techos azules. Una monada.

Lo que no estaba previsto es la subida desde el puerto a la ciudad de Fira, la capital, donde teníamos reservado el hotel. Son 300 metros de desnivel por una accidentada carretera de montaña en el que el taxista se desenvolvía como si estuviera en una autopista. Adelantó sin más a una docena de buses en los que viajaba el grueso de los usuarios del ferry. Procuramos no mirar hacia los barrancos.
La isla es pequeña, pero accidentada y montañosa. Tiene unos 90 kilómetros cuadrados (algo menos que el municipio de Vigo), con 15 kilómetros de longitud y 7 en su parte más ancha. En las imágenes superiores, nuestro hotelito, el Anatoli, agradable, limpio, y con una dueña activa y enrollada. Hubo un lío con las habitaciones (una huésped no se había podido ir tras romperse un tobillo en una boda) y terminamos en un apartamento  de cuatro con terraza en lugar de las dos habitaciones al uso. Sin problema. La mujer, Lía, nos hizo enseguida un itinerario sobre un plano y nos aconsejó alquilar un coche que ella misma gestionó y que estaba allí en 10 minutos.
Luego nos dimos cuenta que efectivamente era lo mejor ya que el tema de los autobuses públicos era muy complicado y así pudimos comenzar a recorrer la isla de inmediato. La circulación en los tres pueblos grandes, todos con calles estrechas y miles de turistas deambulando, es complicada. Siguiendo las indicaciones de Lía, pusimos primero  rumbo a uno de estos pueblos.
Estábamos alojados en la costa, en Fira, la capital, y nos dirigimos a Pyrgos, en el centro de la isla. Debido a su orografia montañosa, y a que dado su tamaño parece que no es necesario entrar en detalles, nos perdimos, pero no pasó nada. Como buenos turistas, el tiempo está a nuestro servicio y al igual que el GPS, nos recompusimos y al final llegamos a destino.
El pueblecito, por supuesto, estaba en cuesta y hubo que dejar el coche abajo. Lo hicimos y nos dedicamos a callejear. Realmente un lujazo.
Recorrimos sus callejas y nos dió la impresión de que muchas casa estaban cerradas, aunque lo cierto es que muchas son alojamientos para turistas y el restos locales para darles (darnos) de comer o venderles (vendernos) recuerdos.

En este paseo, como en el resto de la isla e incluso en Creta, nos sorprende la cantidad de iglesias que encontramos por todos lados.
Nos preguntamos lo complicado que tiene que ser vivir aquí, donde no pueden llegar vehículos, ni siquiera bicicletas por su pendiente, pero lo cierto es que vive gente y nos llama la atención este cartel en una escuela.
Hacía calor, pero no paramos. Vimos una exposición de fotos, varias tiendas y siempre cúpulas de iglesias con el mar Egeo al fondo.
Llegado el momento, nos reforzamos con una cervecita y un aperitivo con una parte del pueblo a nuestros pies. Cayó la consiguiente partida de chinchimonis.
En el paseo descubrimos qué sistema utilizan para llevar suministros, el mismo posiblemente que hace un millar de años.
Desde Pyrgos seguimos hacia el sur de la isla para aprovechar el escaso tiempo de que disponíamos. Enfilamos hacia el sur, lo que no fue tan sencillo como pensábamos. Sin querer, terminamos junto al aeropuerto (este) y debimos dar un gran rodeo por la montaña.
Finalmente, logramos llegar a las playas del sur (entre Red Beach y Vlihada), un enorme arenal con restaurantes y locales de ocio nocturno para turistas.
Es un lugar agradable, en el que la calle se cierra a los vehículos a las cinco de la tarde, para que paseen los visitantes, y con la arena de la playa negra como el carbón.
No es por ser reiterativos, pero desde estas playas enfilamos a la punta de Akrotiri, donde hay un faro y una vista espectacular. Y digo enfilamos, pero lo cierto es que terminamos en el norte y vuelta para atrás. La isla es pequeña pero la de kilómetros que hicimos.
Cuando llegamos comprobamos que la vista, realmente, merecía la pena.
La caldera, de origen volcánico, con pueblos blancos en sus crestas, es una maravilla, pese al intenso viento.
Pasamos un rato agradable observando el deambular de numerosos barcos por esta especie de lago interior es que es uno de los atractivos de esta popular isla.



Después, decidimos buscar un sitio diferente para cenar, y lo encontramos. Desechamos un restaurante al uso y seguimos el consejo de nuestra hospedera.
Una de sus referencias fueron las bodegas Santos, desde donde se puede contemplar sin obstáculo alguno la puesta de sol. Costó, pero las localizamos. Estaban a tope y hacía un viento tremendo, así que elegimos un salón protegido.
Había música ambiental con una cantante genial que entonaba canciones clásicas del siglo XX y como restaurante era ciertamente diferente. Nos sirvieron una cena minimalista (en la presentación y en lo demás) que fue la más cara del periplo. Pero la vista del sol poniéndose frente a nosotros superó las expectativas.
Antes de irnos a dormir, recorrimos Fira la nuit.
Animación a tope, tiendas abiertas y, absoluto estupor: ¡una joyería tras otra!. No nos explicamos como puede haber clientes para todas. Las había a docenas. 
Callecitas estrechas, casas encaladas, mucho paseante, absoluta seguridad y buen tiempo. Casi todos los requisitos para disfrutar de la noche.
A la mañana siguiente, tras un desayuno lleno de productos caseros que Lía sacaba del horno en el mismo momento, madrugamos para poder visitar Oia, un topónimo habitual aquí en Galicia. Es otro pueblo similar, con la particularidad de que está en la esquina superior de la isla. Su eje es una calle central, estrecha, donde está todo: hoteles, tiendas y demás, y de allí descienden callejas y escaleras para llegar a los hoteles escalonados sobre la ladera.
De nuevo resulto un paseo muy agradable en un entorno realmente bello.
Las vistas eran preciosas, el mar, las casas semicolgadas con terracitas y piscinas (en una isla donde no hay una gota de agua dulce y se abastecen de la desaladora).
También turbas de turistas de cruceros, que pasan una allí unas pocas horas. Van en fila, identificados por una pegatina según su barco y grupo, moviéndose con dificultad en un espacio estrecho. Nosotros, solo cuatro, nos sentíamos libres moviéndonos a nuestro antojo.
Las vistas de Santorini realmente enganchan. Es una isla cuidada que tiene poco más que el turismo (algo de vid, tomates y poco más en un suelo volcánico).
Cada poco hay detalles ornamentales diseñados con gusto e infinidad de locales, la mayoría llenos, y eso que el viaje se realizó fuera de la temporada alta.
De Oia volvimos a Fira, para el último paseo antes de regresar al hotel a recoger las maletas y devolver el coche. En un momento dado pudimos disfrutar de la caldera atestada de cruceros, todo un gustazo de visión.
Y poco más que contar, salvo la repetición de paseos en estos pueblos atractivos sobre un vistoso mar azul.
Si alguien nos pregunta si merece la pena visitar esta especie de parque temático tenemos que decir que sí, por supuesto. Es de los sitios que a pesar de las invasiones turísticas está entre los sitios esos que  hay que ver antes de morir, como Venecia.
En ocasiones, los  hotelitos deparaban sorpresas casi increibles en su afán por diferenciarse en plan exclusivo.


Llegado el momento, dijimos adiós a Fira y montamos en un autobús que nos bajó al puerto.
Allí éramos cientos de turistas esperando el ferry, pese a lo cual desembarco y embarque se realizan en muy pocos minutos.
Como ese aprecia (foto inferior), antes de llegar te avisan para que vayas a la bodega. Atraca el barco, bajan los portones y en nada estás fuera y, si es el caso, entrando el siguiente turno.

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